En un país donde reinan la impunidad y el juega vivo, las sanciones morales de la sociedad y la aplicación de los límites legales parecen una rareza extraordinaria cuando debe ser la regla.
Eso es entendible porque en Panamá no pasa nada. En este pequeño país dominado por los intereses, casi todo el mundo se ha acostumbrado a arreglar sus líos por medio de la influencia.
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No en vano aparecemos en las listas de varios grupos financieros internacionales y, lo que es peor, esperando que la justicia más allá de nuestras fronteras haga su trabajo porque la de acá se rinde y baila con el poder de turno.
Ante este panorama, la decisión de un banco de la localidad (Global) de exigir probidad y buena reputación a sus accionistas y directivos fue titular por varios días porque parece que nos hemos acostumbrado a que la transparencia y la rendición de cuentas solo son expresiones decorativas que se ponen en estatutos, leyes o acuerdos para modificarlas, pero no para que sea fundamento de una práctica privada y pública en una democracia vigorosa y respetable.