Abdiel Vargas tenia 12 años cuando una bala de grueso calibre le destrozó la pierna mientras dormía en una humilde habitación en el barrio de El Chorrillo, durante la invasión estadounidense de 1989 que puso fin en Panamá a la dictadura de Manuel Antonio Noriega. Poco antes de que su casa ardiera por los bombardeos, había ayudado a su papá a poner por primera vez el árbol de Navidad. Todavía recuerda la bicicleta y los juguetes que le habían comprado.
Treinta años después, Vargas aún oye los gritos de desesperación de sus vecinos y el sonido del helicóptero que disparaba contra el cuartel general de Noriega, ubicado cerca de su casa.
El 20 de diciembre de 1989, más de 27 mil soldados estadounidenses invadieron Panamá para derrocar a Noriega (1983-1989), reclamado por un tribunal de Miami por narcotráfico.
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El barrio de El Chorrillo, por aquel entonces repleto de casas de madera, fue el primer blanco de los ataques estadounidenses por encontrarse allí el comando central.
Tras ser impactado, Vargas tuvo que abandonar la vivienda arrastrándose. Logró salvar su vida gracias a un torniquete y a que un soldado norteamericano lo llevó al hospital en una tanqueta tras reconocer a su padre, con el que había trabajado en una mudanza.
“Era la primera vez que teníamos un arbolito de Navidad, estábamos muy ilusionados”, pero "los gritos y llantos de la gente no los puedo olvidar', cuenta Vargas.
“Yo no he vuelto a tener Navidad porque ese sueño de ver mi bicicleta y mi arbolito murió” con la invasión, añade.
Triste Navidad
En la ciudad de Colón, a Edilsa Alarcón aún se le quiebra la voz cuando recuerda la muerte de su madre, Dionisia Meneses, mientras limpiaba arroz en su casa.
Un proyectil lanzado desde un helicóptero la destrozó en pedazos. Alarcón todavía tiene esquirlas en un pecho tras el ataque.
“Cuando traté de levantarla todas las vísceras me quedaron en las manos, todo se le salió. Como estaba sentada de frente lo que vino la reventó por delante”, recuerda Alarcón. Desde entonces, tampoco ha tenido Navidad.
“Eso dice señalando un decorativo árbol de bolas rojas y doradas se hace por mis hijos, pero no por mí, porque ya para mí no hay más Navidad. Siento que en diciembre no tengo nada que celebrar”.
En casa de Catalina Arana el belén también es reciente. Este año lo ha puesto por primera vez desde la invasión. El motivo es la visita de su bisnieto desde San Diego (California). Pero ni ella ni su hija Irela quieren saber mucho de estos días festivos, donde apagan la televisión.
“No prendemos foquitos. Nuestras navidades nunca volvieron a ser iguales, han pasado 30 años y no hemos superado eso”, lamenta Irela, cuyo esposo y hermano salieron a casa de una tía a por juguetes navideños y terminaron abatidos en un retén.
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Cuenta que ella misma tuvo que ir al hospital a ver si entre los cadáveres, algunos de ellos mutilados y sin ojos, estaban sus familiares. Le tocó abrir un montón de bolsas apiladas con cuerpos en su interior.
“Me dijeron ‘abra bolsas’ y empecé a abrirlas. Es una cosa increíble lo que yo vi”, recuerda.
Oficialmente el número de fallecidos en la invasión fue de 500, aunque algunas organizaciones aseguran que fueron miles.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) señaló a Estados Unidos como responsable por las “violaciones de derechos humanos” y pidió a Washington “reparar integralmente” a las víctimas.
Noriega terminó entregándose al enemigo el 3 de enero de 1990 tras refugiarse en la Nunciatura. Posteriormente estuvo preso por narcotráfico, blanqueo de capitales y desaparición de opositores en Estados Unidos, Francia y Panamá, donde murió en 2017.
Por: Juan José Rodríguez | AFP