Era Pablo. Me dio una inmensa alegría escucharlo, pero Juan Pablo entró corriendo y me dijo que colgara pronto porque era seguro que estuvieran rastreando la llamada. Entendí la advertencia y me despedí:
-Míster, de todas maneras, cuídese mucho. Usted sabe que todos lo necesitamos.
-Esté tranquilita, mi amor, que yo no tengo otro incentivo en la vida sino luchar por ustedes. Yo estoy metido en una cueva, estoy muy, muy seguro; ya salimos de la parte difícil.
Pero él no se rendía y seguía llamando. Juan Pablo le colgó el teléfono en dos oportunidades más, pero el teléfono volvía a sonar y Pablo pedía hablar conmigo o con Manuela, pero Juan Pablo, desesperado, nos gritaba:
-¡Cuelguen!, ¡cuelguen ya, que lo van a matar! ¡Cuélguenle! ¡Pídanle por favor que no nos llame más, que estamos bien! Que no se preocupe. ¡Cuelguen ya!
Pasadas las dos de la tarde ya habíamos recibido el cuestionario de la revista Semana y Juan Pablo avanzaba en responder las preguntas cuando entró una nueva llamada de Pablo. Mi hijo puso el altavoz y mi marido le dijo que leyera las preguntas despacio porque Limón el guardaespaldas que lo acompañaba las apuntaría en un cuaderno. Cuando iba por la quinta, Pablo interrumpió y dijo que llamaría en veinte minutos.
Así lo hizo y Juan Pablo continuó dictando las preguntas, pero de un momento a otro Pablo le dijo:
-Enseguida lo llamo.
Mientras eso sucedía, yo estaba sentada en una pequeña sala que dividía las dos habitaciones, hablando por teléfono con mi hermana. De pronto, escuché un grito de Juan Pablo:
-¿Qué mataron a mi papá? ¡No puede ser!
Sin entender qué sucedía le dije a mi hermana:
-Hermanita, averigua qué está pasando en Medellín que dicen que acabaron de matar a Pablo.
Corté la llamada, salí corriendo a buscar a Juan Pablo y observé que en ese momento Manuela se bañaba en la ducha y cantaba una de sus canciones preferidas. Mi hermana llamó nuevamente y confirmó que en efecto Pablo estaba muerto y agregó que en los alrededores del sitio donde estaba oculto se escuchaba el ruido de varios helicópteros. Quería morirme. Lloré inconsolable. El desenlace que tanto temíamos había llegado. Mi marido había muerto víctima de su terquedad, por desconocer la más importante de sus medidas de seguridad: hablar por teléfono. Sus enemigos por fin lo habían cazado.

Juan Pablo colgó la llamada y todos nos miramos. El tono amenazante de sus palabras era más que desafortunado y así se lo dijimos Andrea y yo.
-¡No puede ser, no puede ser hijo! No puedes decir eso, tú eres el hijo de Pablo Escobar. Las palabras violentas, jamás, jamás, Juan Pablo. Tú no puedes ser violento, te van a matar. No puedo, no puedo más con tanto dolor, dije desesperada y llorando.
Cuando escuché las palabras de Juan Pablo el mundo se me vino encima. Sin medir las consecuencias acababa de hacer una declaración de guerra. Su papá acababa de caer. ¿No se daba cuenta de las cosas? Juan Pablo había perdido los estribos.
Su dolor era tan grande, se sentía tan abandonado, que habló sin pensar. Nunca, nunca, me sentí tan perdida como en ese momento.
Sin embargo, un momento de reflexión fue suficiente para que mi hijo se arrepintiera de lo que había dicho. Por eso no dudó en comunicarse primero con el periodista Yamid Amat, director del noticiero de televisión CM&. Le explicó lo que acababa de suceder y le dijo tajantemente que no vengaría la muerte de su padre. Luego se comunicó con Gloria Congote y le pidió grabar una corta declaración para decir que no tomaría represalias y que en adelante se ocuparía de cuidar a su sufrida familia.
Lo que vino después fueron momentos de mucho dolor. No cabía más tristeza en mi corazón, en mi ser, en mi vida. La desesperanza era total. Apenas logré tener algo de fuerzas, acordé con Juan Pablo que entre ambos le contaríamos a Manuela la noticia. Al rato, lo hicimos. No hay palabras para describir el dolor de mi hija. En medio del llanto imparable, me decía:
-No, no puede ser mamá. Mi papá no, mi papá no está muerto, repetía mientras se arrastraba desesperada por la alfombra.
Pablo había muerto y ahora nuestro panorama se veía más incierto que antes. ¿Cómo saldríamos de aquello? ¿Qué seguiría ahora?

¿Qué pensaría Pablo si supiera del presente que viven?
-Pablo siempre me pedía que le cuidara mucho a los hijos. Que la prioridad eran ellos, que me fuera de Colombia a buscarles futuro. Él decía que más adelante iba a venir en barco o cómo fuera. Pero ya estaba solo, sin sus soldados. Era un hombre muerto. El único sueño que no pudo cumplir fue ser enterrado al lado de un ceibo en la Hacienda Nápoles.
Cuando le habla a Palbo, ¿qué le dice?
-Cada tanto le cuento a dónde voy con los hijos, y lo orgullosa que me siento y que cumplí con todo ese pedido que me hizo en su momento. Así que me siento muy orgullosa por tener los hijos que tengo, también porque ha sido un trabajo entre todos. Poder haber llegado hasta acá, con sentido y con fuerza, es una bendición de Dios. También reconozco a mi hijo Sebastián, que fue la persona que tuvo el coraje de dar el primer paso, hace ya más de una década. No me voy a olvidar nunca cuando en un café en Pinamar me dijo: “Mamá, yo quiero pedirle perdón a Colombia, tengo que hacer algo, y quiero dar ese paso”. Le agradezco a él también, que es parte de la liberación del alma que nosotros fuimos encontrando a través suyo , y empezando a dejar una huella en este mundo, así no sea escuchada por muchos, pero una huella al fin. Le agradezco a Sebastián que haya dado ese paso. Mi hija Manuela, en cambio, sufre mucho y prefiere alejarse de la exposición.
Tanto Henao como sus hijos sienten una gran contradicción. Ella se enamoró de un hombre que era capaz de ser un padre tierno con sus hijos, de contarle cuentos a su niña mientras le señalaba las estrellas o llevar al parque de diversiones a su hijo, a ser despiadado con sus enemigos en la lucha territorial por el poder y la venta de cocaína. Un hombre que se comportaba como niño en juguetería a la hora de elegir los animales para el zoológico de la Hacienda Nápoles. Un hombre que despilfarraba millones de dólares porque era una máquina de ganar dinero sucio y llegó a mandarle flores en avión a su mujer, y a la vez era llamado Robin Hood por muchos habitantes, entre ellos los que comenzaron a habitar las mil viviendas que Escobar mandó a construir en un lote donde funcionaba un basurero.

En el prólogo de su obra, Henao escribe: “’¿Cómo hizo para dormir con ese monstruo?’, me preguntó una de las víctimas de mi marido. ‘¿Era cómplice o víctima? ¿Por qué no hizo nada? ¿Por qué no lo dejó? ¿Por qué no lo denunció?’. Esas preguntas son las mismas que miles de personas se hacen sobre mí. La respuesta es porque lo amaba, y aunque a muchos les parezca insuficiente, la verdad es que esa fue la razón por la que estuve a su lado hasta el último día de su vida, a pesar de la infinidad de veces que no estuve de acuerdo con sus acciones y decisiones”.
¿Lo sigue amando?
-A partir de esta catarsis, y todo este proceso terapéutico que vengo haciendo, estoy tomando cierta distancia de ese hombre que idealicé llamado Pablo Escobar. Hasta hace dos años que empecé a escribir las primeras líneas de este libro, me empecé a encontrar con esa realidad. Ha sido muy fuerte para mi empezar a salirme de esa idealización.
¿De dejar de amarlo?
-Es algo que no le puedo decir que lo tengo resuelto, es un proceso, porque nos unieron muchas cosas maravillosas: mis hijos y hoy tengo un nieto gracias a esa unión también. Es esa disociación. Por momentos siento un gran dolor por mirar la vida de mis hijos, a dónde los sometimos desde esta relación y desde sus malas acciones. Me apena muchísimo también encontrarme con esa realidad. Como yo a un niño de siete años y a una bebé en brazos los manejé en los momentos más difíciles. Ellos estaban ahí. Nunca se rebelaron, o nos dijeron “nos vamos”. Lloraban, pero ahí se quedaban. Entonces siento un gran dolor por eso, y un pedido de perdón hacia ellos.
¿Pensó alguna vez qué rumbo hubiese tomado su vida si a Pablo no lo hubiesen matado?
–Si Pablo no se hubiera muerto, nosotros no existiríamos. Yo lo había hablado con mi hijo en muchas ocasiones y a esta altura no estaríamos vivos realmente.
La última imagen que a todos ellos les quedó no era la del hombre que en las fiestas que organizaba en la Hacienda Nápoles ponía a todo volumen Ojo de tigre, la exitosa pieza musical que Sylvester Stallone hizo componer como banda sonora de la película Rocky III, la célebre saga cinematográfica del boxeador Rocky Balboa. Cuando la melodía sonaba en el potente equipo del apartamento, Pablo saltaba como un resorte y se ponía a bailar. La primera estrofa, que le encantaba. Pero no. El último Escobar que vieron su esposa y sus hijos se pareció más a un hombre vulnerable que a un cazador impiadoso.
Aunque la familia Escobar vive otra vida, lejos de la violencia, la muerte, la droga y los atentados, siempre aparece la sombra de Pablo Escobar. En las series, en las películas, en los recuerdos. Su hijo, por ejemplo, recibe en su Instagram fotos de fanáticos del Patrón. Algunos ejemplos: un ruso musculoso que se tatuó el rostro de Pablo en la espalda, un joven de Berlín que le mandó un sobre con cocaína con la cara de Escobar (los dealers la venden así, como un objeto para regalar) y hasta le llegó el video de un rapero que esnifó una línea de cocaína sobre la tumba de su padre.
Ellos lo saben. Y lo dice Henao, como algo asumido: “El fantasma de Pablo nunca dejará de seguirnos”.