Cuando todo comenzó -cuando el coronavirus empezó a acechar a la humanidad, cuando su esposo y ella perdieron sus trabajos en restaurantes de un día para otro, cuando temía que no podría alimentar a su familia- Janeth salió fuera con un trapo rojo de cocina.
Era Pascua. Su pastor le había hablado del origen del feriado judío, de los israelíes pintando sus puertas con sangre de cordero como una señal para que las plagas pasaran de largo. De modo que Janeth, una inmigrante hondureña, colgó el trapo rojo sobre la puerta del apartamento familiar en los límites de la capital de Estados Unidos. Era lo bastante similar, pensó, “para decir al ángel de la muerte que pase de largo nuestra casa”.
Pasa de largo, coronavirus.
Y pasa de largo, hambre.
Ahora es el temor por la comida lo que mantiene a Janeth en vela.
“Paso horas pensando, pensando en lo que haremos al día siguiente, dónde encontraremos comida al día siguiente”, dijo. Semanas después de que comenzara el brote, las reservas de comida y dinero de la familia se están agotando.
Janeth y su marido, Roberto, forman parte del mayor alza de desempleo en Estados Unidos desde la Depresión. La tendencia ha desencadenado una oleada de hambre que está abrumando los programas de alimentos en todo el país. La pareja y todos los adultos de su familia en Estados Unidos han perdido sus empleos en la crisis económica provocada por la pandemia.
Están entre las decenas de millones de personas en Estados Unidos -más de uno de cada seis trabajadores- que se han visto de improviso sin salario.
The Associated Press no reveló los nombres completos de la pareja porque viven en Estados Unidos sin permiso de residencia y podrían ser deportados. Su situación migratoria, sus problemas con el inglés y sus dificultades de acceso a internet se combinan para impedirles acceder a los programas de ayudas del gobierno federal a los que pueden acudir durante el brote millones de los ciudadanos que acaban de quedarse sin empleo.
Los expertos en política alimentaria estiman que antes de la pandemia, en torno a uno de cada ocho o nueve estadounidenses tenía problemas para comer. Ahora se estima que hasta uno de cada cuatro se sumará a las filas de los hambrientos, dijo Giridhar Mallya, responsable de política en la Fundación Robert Wood Johnson para la salud pública.
Los más vulnerables son inmigrantes, afroestadounidenses, indígenas norteamericanos, hogares con niños pequeños y trabajadores de economía colaborativa ahora sin empleo, indicó Joelle Johnson, del Center for Science in the Public Interest.
Cuando la economía global se paralizó, Roberto, cocinero a mediados de la treintena, y Janeth, que está en la cuarentena y rellena vasos de agua en otro restaurante, gastaron 450 dólares de sus últimos pagos para aprovisionarse. Semanas más tarde, sus menguadas reservas incluyen dos bolsas a medio llenar de cinco libras de arroz, una colección de tallarines, medio paquete de pasta, dos cajas de mezcla para hacer pan de maíz, cuatro cajas de pasas y latas de frijoles, piña, atún, maíz y sopa.
Su hija de cinco años, Allison, sigue pidiendo galletas y helados, peticiones que rechazan con cariño.
Janeth y Roberto se han reducido la dieta a una comida diaria para mantener a su hija alimentada.
Hace poco tuvieron un buen día, después de que Roberto consiguiera trabajar cuatro horas preparando comidas para llevar a casa en una tienda de alimentación, y tuvieron suficiente para lo que ahora es un banquete: una lata de frijoles refritos dividida en tres y dos huevos revueltos cada uno. Janeth también hizo tortillas con su último medio paquete de harina de masa.
Se le cayeron las lágrimas viendo cómo su hija devoraba la comida.
“¿Dónde podemos conseguir comida suficiente? ¿Cómo podemos pagar nuestras facturas?”, preguntó. Después repitió algo que ella y su marido dijeron una y otra vez durante varios días: Son gente trabajadora.
“Nunca antes habíamos tenido que pedir ayuda”, dijo.
Janeth y Roberto también tienen tres hijos adultos y ella es la mayor de tres hermanas en el país. El matrimonio ayuda a mantener alimentados a media docena de hogares en Estados Unidos y Honduras.
Pasan el día en su camioneta de segunda mano, yendo de iglesias y bancos de alimentos a casas de familiares. Siguen pistas sobre donaciones de comida o empleos temporales. Comparten los cupones de comida conseguidos con esfuerzo con las dos hermanas de Janeth, que en total tienen cinco hijos pequeños a los que alimentar, y llaman a sus hijos mayores avisando de dónde se reparte comida.
Y luchan contra la desesperación. “No tenemos ayuda. No sabemos cómo acabará”, dijo Janeth.
En un día reciente, la pareja desayuna café y unos pocos crackers. Allison toma cereales, una marca favorita proporcionada por un banco de alimentos.
Poco después, Roberto y Allison, que lleva zapatillas rosas brillantes, están entre los primeros en la fila ante un banco de alimentos en Washington DC. Con ellos esperan un joven afroestadounidense que acaba de perder su empleo y busca ayuda por primera vez, y dos niñeras nacidas en el extranjero que llegan con los hijos de sus clientes. Ahora las mujeres solo tienen empleo -y sueldo- de forma esporádica y necesitan ayuda para alimentar a sus propios hijos.
Roberto se marcha encantado de haber conseguido una bolsa de bananas, algo de espaguetis, salsa de tomate y otros productos básicos.
Otro día, Roberto y Allison se quedan en la camioneta mientras Janeth sale bajo una fría llovizna para acercarse a una iglesia que se dice reparte comida. Tiene problemas para entender el cartel en inglés de la puerta y después llama a los números que aparecen. Nadie contesta.
Más tarde, cargando la camioneta para llevar comida a las hermanas de Janeth, la pareja rebusca en los bolsillos de sus vaqueros para mostrar el efectivo que les queda: 110 dólares en total.
Ese dinero es para combustible. Sin eso, viviendo a las afueras, no hay forma de llegar a los bancos de alimentos, a los trabajos de un día con pago en efectivo, a los parientes en riesgo de desahucio que necesitan comida.
En el camino para visitar a las hermanas de Janeth en Baltimore, Janeth le da a Allison un pequeño bote con compota de manzana. La niña saborea cada bocado, mojando el dedo y chupándolo hasta que no queda nada. “¿Más?”, pregunta con esperanza, tendiendo el envase hacia su madre.
Janeth responde con cariño y pesar. No hay más.