El joven Sheldon Cooper, de diez años, llama por teléfono a una sinagoga y dice que quiere convertirse al judaísmo. Se trata de una escena de la serie Young Sheldon (temporada 2, episodio 17), el niño que de adulto sería el genial científico de la exitosísima The Big Bang Theory, de la que soy un gran fan.
Cuando el rabino le pregunta el motivo de su decisión, este brillante joven le explica que su deseo es convertirse en un gran científico, y tomando en cuenta que la mayoría de los grandes científicos son judíos, la lógica indicia que él también debe serlo.
El rabino, con mucha calma, trata de disuadirlo, diciéndole que seguramente hay muchos grandes científicos bautistas. Le pregunta sobre la opinión de sus padres y le recomienda que lea la Biblia, cosa que por supuesto el niño genio ya hizo, hasta que finalmente le aconseja que permanezca en la fe de sus padres. Y añade: “Debes ser tú mismo”.
El joven insiste: “Es que quiero ser como Albert Einstein”, y allí el rabino encuentra el argumento que definirá la conversación. “Cuando llegues al final de tus días, Dios no te preguntará por qué no fuiste como Einstein, sino que te preguntará por qué no fuiste como Sheldon”.
La respuesta del rabino es estupenda, pero –nobleza obliga– no es original. Está tomada de un hermoso relato del acervo jasídico (movimiento espiritual judío que se desarrolló en Europa Oriental en el siglo XVIII), en el que, en su lecho de muerte, el rabino Zusya de Hannopil (hoy Ucrania) llora desconsoladamente. Cuando los alumnos lo tratan de calmar, diciéndole que no debe temer del juicio divino pues fue tan sabio como Moisés y tan bondadoso como el patriarca Abraham, el maestro les responde: “Cuando llegue al cielo, sé que Dios no me va a preguntar ‘¿Por qué no fuiste más como Moisés o cómo Abraham?’. Pero tengo miedo de que Dios me pregunte: ‘Zusya, ¿por qué no fuiste más como Zusya? ¿Y, entonces, qué voy a decir?’“.
Volviendo al joven Sheldon, la escena es divertida –sus ocurrentes planteos siempre son graciosos–, y yo, como rabino, no puedo dejar de preguntarme qué contestaría ante un llamado similar. Sin embargo, también tiene su lado profundo. La respuesta del rabino, copiada del cuento jasídico, encierra, en su simpleza, una idea poderosa: “debes ser tú mismo”. No debes tratar de emular a nadie, sino que tienes que intentar hacer realidad todo tu potencial.
Es bueno tener modelos de referencia, seguir patrones, aspirar a grandes metas, pero debemos hacerlo siempre ateniéndonos a nuestra realidad, a nuestra esencia y a nuestras capacidades. A veces, fascinados por los logros de una persona en cualquier campo, pretendemos imitarlos. Más allá de la nobleza de nuestras intenciones –¡el joven Sheldon quería ser como Einstein!
–, esta actitud genera no solo frustración (¿qué tan real es que podamos ser como esa persona?), sino que además distorsiona nuestra capacidad de comprendernos, de reconocer nuestras habilidades y nuestras limitaciones. Ser uno mismo es un llamado a apreciar nuestras particularidades, a dar lo mejor, para que esas virtudes, esos talentos que cada uno posee, puedan emerger.
Como le dijo el rabino al joven Sheldon: Sé tú mismo. Sé auténtico. Aspira a sentirte realizado; es decir, a ser quien tú eres, a hacer las cosas que son valiosas para ti y hacer que tu personalidad surja en toda su plenitud.