Hace algunos años, apenas concluidos los Juegos Olímpicos, un atleta regresaba a su país con la medalla de plata orgullosamente colgada en su pecho. Me sorprendió la pregunta que le hizo el periodista: “¿Por qué no pudiste lograr la medalla de oro?”, y más aún la respuesta: “Son cosas del deporte, pero desde mañana comenzaré a trabajar duro para triunfar en la próxima competencia”.
Me quedé horrorizado. El hombre era el segundo mejor atleta del mundo en su especialidad, y en lugar de reconocerle el esfuerzo y el logro, le cuestionaban que no había ganado el oro. Y para colmo él, en lugar de ofenderse, aceptaba sumiso su carácter de “perdedor.”
No me malinterpreten, por supuesto que creo en el esfuerzo y el progreso de cada uno. Soy un convencido de la necesidad de superarnos, de mejorar, pero aquí estamos hablando de otra cosa. Hablamos de la ambición desmedida y exclusiva por lograrlo todo. Del éxito entendido exclusivamente como ser el mejor.
Y es que vivimos en la cultura del éxito en donde sólo sirve triunfar. Si no eres el primero, entonces eres un perdedor, un “loser”. “Gano, luego existo”, parece ser la frase que lo define todo.
Queremos ganar para ser reconocidos, queremos ser exitosos para dejar huella, tenemos miedo, un profundo miedo a pasar desapercibidos. A sentir que no somos nada. Tenemos miedo del anonimato, de la intrascendencia.
Por eso estamos obsesionados por ser los mejores, queremos ser el primero de la clase, el mejor deportista, el mejor artista, el más exitoso. El campeón de los campeones. Y cuando no lo logramos, nos sentimos fracasados, inservibles, vacíos. Pareciera ser que nuestras vidas se vuelven irrelevantes cuando nos damos cuenta de que no podemos ser los mejores.
La tragedia radica en que las estadísticas nos dicen que uno, solo uno, puede ser el mejor, entonces ¿Qué pasa con el resto? ¿Cómo salimos de esta carrera permanente contra el mundo? ¿Cómo logramos desarmar este círculo vicioso de derrotas permanentes?
Muy simple, entendiendo que no estamos compitiendo contra nadie más que contra nosotros mismos. Asumiendo que nuestro rival a vencer no está fuera sino dentro.
Mejorando, progresando, no para ganarle a nadie, sino para sentir que estamos creciendo, que avanzamos.
Igual que aquella mujer que estaba maquillándose y su marido impaciente le dijo: “¿Por qué te demoras tanto?, por más que pases todo el tiempo del mundo ahí, nunca vas a ser tan bonita como una modelo.” La mujer le respondió: “No me arreglo porque quiero ser tan bonita como una modelo, me arreglo porque quiero verme lo más bonita que yo puedo ser.”
De eso se trata, de convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos.
Como enseña el Génesis en la conocida historia de Jacob luchando con el ángel de Dios; los verdaderos ganadores son aquellos que son capaces de vencerse a sí mismos y hacen realidad todo el potencial que poseen.