Como ocurre habitualmente, la muerte de una persona pone en perspectiva lo que ha sido su vida, sus logros y el impacto que ha dejado en su paso por este mundo. Y mientras los noticieros del mundo transmiten desde el Vaticano las imágenes del funeral del papa emérito Benedicto XVI afloran los comentarios y los análisis sobre su destacado rol al frente de la Iglesia Católica.
Quisiera en ese sentido aportar algunos elementos que dan cuenta de los pasos significativos que dio durante su papado (2005-2013) en el fortalecimiento de las relaciones judeo-católicas.
En apropiado resaltar que en esta nueva dinámica histórica que surge a partir de la declaración Nostra Aetate del Concilio Vaticano II del año 1965, cada pontífice ha dejado su impronta dotando de una mayor profundidad al encuentro entre ambas tradiciones.
El cardenal Razinger, al ser electo Papa, tenía por delante el importante reto de dar continuidad a la formidable labor que su predecesor Juan Pablo II había realizado en el campo del dialogo y ya desde sus primeros gestos - invitando al gran rabino de Roma a su entronización – demostró su compromiso y su deseo de vigorizar esa senda.
Eso quedó reafirmado en sus visitas a diversas sinagogas, su viaje al Estado de Israel, su rechazo al nazismo y a toda forma de antisemitismo, sus encuentros con dirigentes judíos y un largo etcétera. Actividades que fueron continuadas y aun en mayor escala por su sucesor, el Papa Francisco.
En mi opinión, me atrevería a decir que el aporte más valioso del papa Benedicto XVI en las relaciones entre judíos y católicos lo realizó, como no podría ser de otra manera para un intelectual de su talla, en el campo de la teología.
Después de siglos de desencuentros y persecuciones, la restitución de la confianza entre judíos y católicos requería un primer tiempo de acercamiento y colaboración, de evitar los “temas sensibles” y dejarlos para más adelante. Y eso fue lo que pasó hasta la llegada del Benedicto XVI, uno de los teólogos más brillantes de nuestro tiempo quien expresó sin ambigüedades la necesidad de reconocer no solo las raíces comunes de ambas tradiciones, sino especialmente sus diferencias.
Así lo manifestó en distintas ocasiones (es fascinante la “discusión” que sostiene con el rabino Jacob Neusner a quien le responde en su libro “Jesus de Nazaret” del año 2007) y de forma muy clara y sucinta en su visita a la sinagoga de Colonia, Alemania, en el marco de la Jornada Mundial de la Juventud en agosto de 2005 (apenas unos meses después de haber asumido como Papa: “Debemos conocernos recíprocamente mucho más y mejor.
Por eso aliento a un diálogo sincero y confiado entre judíos y cristianos… Este diálogo, para ser sincero, no debe ocultar o minimizar las diferencias existentes: también en lo que, por nuestras íntimas convicciones de fe, nos distinguen unos de otros y, precisamente en ello, hemos de respetarnos y amarnos recíprocamente.”
Tal como entiendo su mensaje (y lo comparto plenamente) el diálogo auténtico requiere reconocer y respetar al otro sin esconder las importantes diferencias que tenemos. El encuentro judeo-católico no busca un sincretismo, sino la posibilidad de un encuentro basado en el amor y en el respeto, con la capacidad de apreciar nuestros elementos en común y al mismo tiempo reconocer nuestras diferencias.
Posiblemente ese sea el legado del papa Benedicto XVI: un llamado a trabajar juntos, judíos y católicos, con nuestras semejanzas y nuestras discrepancias, para hacer de este mundo lugar que de testimonio de la presencia del Dios de toda la humanidad.
Que podamos honrar su memoria.